Cordelia by Peru Cámara

Cordelia by Peru Cámara

autor:Peru Cámara [Peru Cámara]
La lengua: spa
Format: epub
ISBN: 9788419521446
editor: Duomo
publicado: 2024-09-29T00:00:00+00:00


CAPÍTULO XXVI

Miércoles, 19 de febrero de 2020 Sierra de Aralar

2:00

«S alta, levanta los pies. Camina, corre».

Rodó cuesta abajo hasta chocar contra el tronco de un árbol. No se detuvo y siguió bajando, corriendo, rodando. Sabía que el asesino iría tras él. Cuanto más se alejaba del edificio, más se adentraba en la oscuridad. Una negrura salvaje que lo envolvía a cada paso. Cuanto más se alejaba de la luz, más posibilidades tenía de sobrevivir a su atacante y, a su vez, más cerca se encontraba de una muerte segura por congelación. Porque a cada paso que daba le acompañaba el recuerdo de Izaro Arakama.

¿Y su móvil? No lo llevaba encima. Le dolía mucho el hombro. A cada sacudida, cada tropiezo, toda la parte izquierda del cuerpo le lanzaba cuchilladas de dolor. La sangre que le caía por la nariz se le colaba en la boca, mezclada con lágrimas, lo que le dificultaba la respiración. Mejor: cuanto más tragase, menos caería en la nieve y menos rastro dejaría. Que sería demasiado, pese a todo. Se hundía en el manto blanco e iba haciendo socavones demasiado fáciles de encontrar. Estaba construyendo una autopista directa hacia él. Tenía que evitar seguir haciendo ruido.

«Piensa, joder, piensa».

El miedo lo ocupaba todo en su mente. El corazón le latía desbocado, el aire no le entraba en los pulmones y le temblaban las extremidades. Tenía los ojos llorosos y el oído izquierdo taponado.

«No te pares. No quiero morir, así no». Algo dentro de él, nacido bajo el esternón, en la boca del estómago, le arrojó un rayo de lucidez. O transformaba el miedo en algo diferente, o moriría.

Rabia.

Necesitaba convertir el pánico en ira, en odio, en rencor, en asco. Todos aquellos sentimientos los provocaba el ser que le había hecho tanto daño. Aitor quería devolver aquel dolor y lo vio claro.

«Te voy a joder. Voy a sobrevivir a esto».

Apretó los dientes. «Ubícate. ¿Dónde estás? Ni puta idea. ¿Dónde estás?». No veía nada. «Imagina el edificio. ¿Desde dónde has caído? ¿Hacia dónde has salido corriendo?».

Trató de dibujar un mapa en su mente mientras corría. El haz de luz de una linterna rebotó en los pinos circundantes. El depredador estaba cerca, había encontrado su rastro en la nieve.

Aitor tropezó y cayó de bruces sobre la superficie helada. Durante una fracción de segundo, su mente le dijo que se quedase ahí, que se rindiese. Entre sollozos, el forense hincó las rodillas para coger impulso y siguió corriendo, esperando que de un momento a otro un nuevo golpe de la porra extensible le abriese la cabeza.

«El río. Pasa el río y tus huellas desaparecerán».

El débil sonido del agua manando le llegó por el lado malo, el izquierdo. Aitor tuvo que girar la cabeza para ubicarse y enfocó su oído bueno, el derecho, a la corriente. Estaba llegando al riachuelo.

«Corre hacia abajo, sigue el arroyo. Despista al asesino». La luz de la linterna venía de allí, se metería en la trayectoria, se haría visible. «No, espera. Hacia arriba, ve hacia arriba».

Cada vez le costaba más, el terreno picaba hacia lo alto y sus muslos ardían.



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